Durante el primer debate presidencial, el presidente Barack Obama desconcertó con su floja actuación frente al contendor republicano, Mitt Romney. El miércoles los republicanos se acostaron muy contentos, pensando que su candidato había ganado. Los demócratas se fueron a dormir apesadumbrados.
No es que, con este debate, Obama haya perdido las posibilidades de ser reelegido. Es que dejó pasar una magnífica oportunidad para, ante una audiencia de más de 67 millones de personas, noquear a Romney de una vez por todas.
Obama se vio sombrío, carente de
chispa y buen humor. Lució aburrido y, en ocasiones, molesto. Permitió que
Romney tomara la delantera y lo pusiera contra las cuerdas. Ante los continuos
ataques del republicano, defendió sus programas para sacar al país de la
recesión, fortalecer la creación de empleos, garantizar el acceso de todos los
norteamericanos a la salud, proteger las clases medias y mejorar las finanzas públicas. Atacó algunas
de las propuestas presentadas por Romney al país, en los meses anteriores al
debate. Pero le faltó vigor y contundencia. Se negó a poner sal sobre las
heridas en la piel del candidato republicano, como resultado de las reacciones
del electorado frente a sus expresiones de desprecio frente al 47 por ciento
del país, por ejemplo, cuando expresó que se trataba de personas sobre las
cuales no se iba a preocupar, por tratarse de “quejetas”, incapaces de salir
adelante por sí mismos.
El Presidente se encontró frente
a un opositor que parecía sobrecafeinado y quien, para la sorpresa de todos,
cambió súbitamente de libreto. Se declaró el defensor de las clases medias,
negó que piense recortar los impuestos a los ricos, insistió que su fórmula
para reducir el déficit funcionará, y se presentó como un moderado, capaz de
dialogar con demócratas y republicanos para solucionar los problemas de la
economía y el país. ¿Por qué Obama no le quitó la careta al nuevo Romney que
apareció en el escenario, por qué no reaccionó frente a sus cifras falsas y
medias verdades?
Las explicaciones que todavía se
están dando son diversas: la estrategia definida por sus principales asesores,
cansancio por la altura de Denver y poco tiempo para prepararse más adecuadamente,
entre otras.
Obama llegó a este debate fortalecido: de
acuerdo con los resultados de las encuestas previas, tenía una ligera ventaja
en la voluntad del voto nacional y una más grande en los estados que son clave
para esta elección. Como se sabe, el Presidente de los Estados Unidos no se
elige de manera directa ni de acuerdo con la sumatoria de los votos de todo el
país. A cada estado se le asigna un número de delegados o votos electorales, de
acuerdo con el tamaño de su población.
Algunos tienen clara mayoría ya
sea demócrata o republicana. Otros pueden ser conquistados por uno u otro
candidato. Estos últimos son los llamados “estados oscilantes”, que resultan
fundamentales para que uno de los candidatos complete los 270 votos electorales
que se requieren para ser declarado ganador.
Obama comenzó a tomar ventaja a partir
de su exitosa convención. Su discurso fue serio y convincente. Los del
expresidente Bill Clinton y la Primera Dama, Michelle Obama, inspiraron a la
mayoría de los demócratas y de no pocos independientes. Ambos ofrecieron
razones suficientes para confiar en el Presidente y darle cuatro años más de mandato. La
audiencia, diversa y multicromática, mostró en todo momento un auténtico
entusiasmo. En resumen, la convención demócrata fue muy exitosa.Muchos candidatos, después de algunas semanas, comienzan a perder los puntos ganados al calor y entusiasmo de las convenciones. Hasta el debate, el Presidente no sólo mantuvo los puntos ganados en las encuestas hasta ese momento, sino que los aumentó. Hay que admitir que las razones no sólo residieron en los aciertos de la campaña demócrata, sino en los errores de la republicana y en las metidas de pata monumentales de Romney. Unas embarradas que no fueron simples y olvidables equivocaciones verbales. Fueron autogoles que sirvieron para confirmar las peores sospechas sobre la personalidad del candidato, su insensibilidad frente a los problemas de la clase media y los pobres y su aparente intención de seguir protegiendo los privilegios de los millonarios y billonarios, aún a costa de los más débiles.
Los estrategas políticos suelen recomendar a los candidatos que llevan la delantera que no asuman demasiados riesgos en los debates. En el caso de los presidentes que aspiran a la reelección, la regla general es la de que deben aparecer como estadistas serios que no caen en provocaciones. Pero Obama exageró su pasividad y cayó en la aburrición. Es cierto, no cometió errores fundamentales que le costaran puntos. Pero no reaccionó a tiempo y dejó pasar oportunidades obvias para destapar las inexactitudes de Romney y quitarle su nueva careta de moderado.
¿Significa lo anterior que el debate le vaya a costar la reelección a Obama?
No necesariamente. En primer lugar, porque no se conoce el impacto real que tenga el encuentro sobre la voluntad de voto. Las numerosas volteretas que ha dado Romney en su vida política le han quitado credibilidad. Faltan todavía tres semanas y dos debates presidenciales y otro vicepresidencial antes del día de elección. Con lo que dijo y no dijo durante el debate, Romney dejó mucho material que puede ser utilizado sagazmente en publicidad de ataque. Lo que es también importante, Obama rápidamente modificó la estrategia y, durante las manifestaciones llevadas a cabo los dos días siguientes, dijo lo que ha debido decir el miércoles. Haciendo gala del mejor humor y la agudeza de que es capaz, el Presidente le comenzó a quitar la careta a Romney “el moderado”. Finalmente, las estadísticas conocidas este fin de semana sobre la baja en el desempleo de 8.2 a 7.8 por ciento, apoyan la tesis de Obama de que el país está mejor y que la senda que se ha recorrido debe preservarse.
Hay que continuar siguiéndole el pulso a esta campaña.